
El reto de la sostenibilidad puede superarse combinando curiosidad y razonamiento sistémico, explica un Premio Nobel
El 28 de enero de 1986, millones de personas de todo el mundo asistieron horrorizadas a la catástrofe del Challenger. El transbordador espacial de la NASA, que iba a poner en órbita a siete astronautas -entre ellos la primera profesora en el espacio, Christa McAuliffe-, explotó apenas 73 segundos después del lanzamiento. El accidente dejó a todo el mundo consternado y suscitó preguntas acuciantes: ¿qué había salido mal? ¿Cómo pudo fracasar de forma tan catastrófica una misión tan bien planificada?
Para responder a estas preguntas, Ronald Reagan creó una comisión presidencial de investigación encabezada por el Secretario de Estado William P. Rogers. Entre los miembros de la comisión se encontraban Neil Armstrong, el primer hombre en la Luna, y Sally Ride, la primera mujer astronauta de Estados Unidos. También formaba parte de la comisión un hombre que no tenía nada que ver con el espacio ni con los cohetes, pero que era conocido por su insaciable curiosidad, su espíritu independiente y su brillante y poco convencional enfoque de la ciencia: Richard Feynman, Premio Nobel de Física por sus trabajos sobre electrodinámica cuántica. Pero -para entender al personaje- basta recordar que en su tarjeta de visita ponía: «Feynman, físico, profesor, cuentacuentos, bongómano».
El Programa Transbordador: El sueño americano
En los años 80, el programa Shuttle representaba el futuro de la exploración espacial estadounidense. La idea era simple y revolucionaria: un avión espacial reutilizable que haría los viajes espaciales más frecuentes y menos costosos. Pero el objetivo evidente era demostrar la superioridad estadounidense, en plena Guerra Fría, especialmente en el ámbito de los misiles.
El Space Transportation System, éste era su nombre oficial, era una nave espacial única que constaba de tres partes principales: el orbitador (el transbordador propiamente dicho), el tanque externo y los dos propulsores laterales de propulsante sólido.
El orbitador, de 37 metros de largo y 24 metros de envergadura, era la parte del vehículo que transportaba a la tripulación y la carga útil al espacio. Pesaba 80 toneladas vacío y podía transportar hasta 25 toneladas de carga. El tanque externo, el elemento más grande y central del Transbordador, medía 46,9 metros de altura y estaba formado por dos tanques separados que contenían 629 toneladas de oxígeno líquido y 106 toneladas de hidrógeno líquido respectivamente, destinados a alimentar los tres potentes motores principales del orbitador durante el despegue. Cada uno de los tres motores generaba un empuje de 1,8 millones de newtons. Por último, los dos Solid Rocket Boosters (SRB), de 45,5 metros de altura y 590 toneladas de peso cada uno, estaban propulsados por un cóctel explosivo de perclorato de amonio (el oxidante), aluminio y polibutadieno con radicales hidroxilos terminales (el combustible) mezclados con óxido de hierro (el catalizador). Cada uno de ellos proporcionaba una propulsión de 15 millones de newtons: el empuje necesario para elevar el transbordador fuera de la atmósfera terrestre.
El sueño americano se convierte en pesadilla
28 de enero de 1986, 11:39 a.m. Una mañana helada en el Centro Espacial Kennedy, Cabo Cañaveral, Florida. «¡Vamos, Challenger, vamos!» El Director de Vuelo Jay Greene en el centro de control de misión autoriza al Comandante Dick Scobee el lanzamiento. El motor del transbordador y los propulsores laterales se encienden: un complejo de dos mil toneladas se eleva hacia el cielo propulsado por 37 millones de caballos de potencia, o más de 27 MegaWatios. Era la décima misión de uno de los cuatro orbitadores de la flota, todas ellas completadas con total éxito.
Pero el sueño se hizo añicos en cuestión de segundos, cuando una enorme bola de fuego estalló en el cielo -en directo en la televisión mundial- dejando tras de sí sólo restos y consternación. El hidrógeno líquido y el oxígeno contenidos en dos grandes tanques, a su vez encerrados en el tanque exterior, habían entrado en contacto de alguna manera.
Los dos líquidos a alta temperatura habían explotado inmediatamente, dejando en el cielo sólo una gigantesca nube de vapor de agua. La nación estaba conmocionada, y la NASA, símbolo de orgullo y competencia, se encontró de repente bajo la lupa.
Richard Feynman: El Inquisidor Inesperado
Cuando Richard Feynman fue invitado a formar parte del comité, muchos se preguntaron por qué. Era uno de los físicos más brillantes del siglo XX, pero ¿qué podía saber sobre transbordadores espaciales y motores de cohetes? La respuesta no tardó en llegar: Feynman era un investigador nato, con una capacidad extraordinaria para dejar de lado lo superfluo y llegar al meollo de la cuestión.
En lugar de perderse en los detalles técnicos de los documentos oficiales, Feynman hizo lo que nadie esperaba: se dirigió directamente a los ingenieros, los que conocían la nave desde dentro, los que habían visto cada tornillo y cada junta. Recorrió la nave, hizo preguntas sencillas pero incisivas y escuchó atentamente. Los ingenieros, sorprendidos al principio por las preguntas básicas de este Premio Nobel, pronto se dieron cuenta de que Feynman buscaba algo fundamental. Y lo encontró.
Juntas tóricas: ¿inocentes o culpables?
Mientras hablaba con los ingenieros, Feynman empezó a oír rumores cada vez más persistentes sobre algo llamado «juntas tóricas». Las juntas tóricas eran juntas de goma que sellaban las uniones entre los segmentos del cohete sólido del transbordador. Estos anillos tenían la tarea crítica de impedir que los gases incandescentes escaparan durante el lanzamiento. Pero había un problema: el día del lanzamiento del Challenger hacía mucho frío, y a los ingenieros les preocupaba que las juntas tóricas pudieran funcionar mal a temperaturas tan bajas.
Feynman, con su típica intuición, se dio cuenta inmediatamente de que ésta podía ser la clave para entender todo el desastre. Las juntas tóricas, si se veían comprometidas por el frío, podían haber perdido su elasticidad, dejando escapar el propulsante y provocando la explosión que destruyó el Challenger.
Un descubrimiento helado en un vaso de agua
El comité informaba periódicamente en directo por televisión de los resultados de las investigaciones en curso. Feynman tenía algo importante que decir, pero sabía que tendría que hacer algo especial para asegurarse de que todo el mundo comprendía la gravedad de la situación. Así que, durante una de las sesiones televisivas de la comisión, se presentó con un vaso de agua helada y un pequeño trozo de junta tórica, que había obtenido de los ingenieros.
En directo por televisión, Feynman sumergió la junta tórica en agua helada. A continuación, la sacó y la mostró al público: la junta de goma, que normalmente debería haber sido flexible, era ahora rígida y quebradiza. Con este sencillo experimento, Feynman demostró cómo el frío había comprometido la capacidad de la junta tórica para sellar las juntas del cohete, provocando el escape de gas, el chorro de combustible incandescente que perforó los tanques de hidrógeno y oxígeno comprimido del vehículo principal y, en última instancia, la destrucción del Challenger.
La sencillez de aquel experimento tuvo un impacto devastador: en apenas unos segundos, Feynman consiguió que todo el mundo, no sólo los expertos, comprendiera cuál era el problema fatal. Y lo hizo con una ingenuidad desarmante que desenmascaró las complejidades técnicas tras las que muchos trataban de esconderse. Un ejemplo de divulgación científica… digno de un Premio Nobel.
La ciencia: un proceso de ensayo y error
Lo que Richard Feynman desveló con su experimento fue algo más que un fallo técnico: fue una lección sobre cómo deben funcionar la ciencia y la ingeniería. La ciencia es un proceso de ensayo y error, un camino en el que los errores, incluso los trágicos, nos enseñan a mejorar. El accidente del Challenger fue una tragedia, pero de aquel desastre surgieron nuevos conocimientos que mejorarían la seguridad de los futuros vuelos espaciales.
La mayor lección que nos dejó Feynman no es sólo sobre la ciencia de los materiales o la física de cohetes, sino sobre cómo afrontar los problemas. No se trataba sólo de averiguar qué falló, sino de entender por qué se ignoraron las preocupaciones de los ingenieros. Feynman nos enseñó la importancia de escuchar a los expertos, de no ignorar las señales de alarma y de mantener un enfoque crítico y curioso, especialmente cuando hay vidas humanas en juego.
El progreso humano a través de la ciencia
La catástrofe del Challenger nos recuerda que el progreso humano nunca está exento de riesgos. Pero es a través de estos riesgos como la ciencia avanza, aprendiendo de los errores para construir un futuro mejor. Como demostró Feynman, es crucial seguir explorando, planteando preguntas y desafiando nuestras ideas, porque así es como descubrimos la verdad y evitamos repetir los mismos errores.
Hoy más que nunca, el progreso científico es indispensable para afrontar retos globales como el cambio climático, la salud pública y la sostenibilidad medioambiental. El método científico, con su ciclo de hipótesis, experimentos, errores y correcciones, es la herramienta más poderosa de que disponemos para mejorar nuestras condiciones de vida y las de nuestro planeta.
A medida que nos acercamos a 2030, con los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda de la ONU en mente, es crucial recordar que el progreso nunca es lineal. Habrá fracasos, habrá retos, pero es a través de estos momentos cuando aprendemos y crecemos. Como nos enseñó Richard Feynman, la ciencia no es perfecta, pero es la mejor herramienta que tenemos para entender el mundo y mejorar nuestro futuro. Y la próxima vez que alguien te hable de magia o de soluciones simplistas, recuerda a Feynman y su vaso de agua helada: la ciencia, con su ensayo y error, es la verdadera magia que nos permite progresar.