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Luca Longo

El Modelo Estándar: la teoría unificadora que describe todas las fuerzas del Universo tenía un agujero. Pero Peter Higgs y François Englert merecieron el Premio Nobel por el descubrimiento de la pieza que faltaba: el bosón de Higgs. Y ello gracias al mayor acelerador del mundo.

Érase una vez un universo lleno de misterios, en el que incluso las fuerzas fundamentales -la electricidad, el magnetismo, las fuerzas nucleares débil y fuerte, la gravedad- eran un poco como esas personas a las que conoces de toda la vida pero a las que nunca llegas a comprender del todo. Los científicos, curiosos por naturaleza, se preguntaron en un momento dado: «¿Pero qué demonios da masa a las partículas elementales?».

A partir de esta simple pero insidiosa pregunta, como un mosquito en una noche de verano, comenzó una de las aventuras científicas más fascinantes de nuestro tiempo. ¿El objetivo? El descubrimiento del bosón de Higgs, una partícula que resultaría fundamental para completar el rompecabezas del Modelo Estándar de la física.

El Modelo Estándar: un rompecabezas casi perfecto

En los años sesenta, los físicos empezaron a reunir las piezas de una teoría que debía explicar todas las fuerzas fundamentales del universo. No todas, excepto la gravedad, que es la fuerza a la que nadie consigue invitar a la fiesta. De este empeño nació el Modelo Estándar: una teoría tan brillante que parecía el resultado de un fin de semana de mucho alcohol entre Einstein, Feynman y sus amigos más creativos. El Modelo Estándar describía muy bien tres de las cuatro fuerzas fundamentales (electromagnetismo, fuerza nuclear débil y fuerza nuclear fuerte) y las partículas elementales que median entre ellas.

Sin embargo, había un agujero. Y no un agujero cualquiera, sino un agujero tan grande como la deuda nacional: ¿cómo podían tener masa las partículas? Un pequeño detalle que amenazaba con derrumbar todo el castillo de naipes construido por los físicos hasta ese momento.

La intuición de Higgs y cómo llenar un agujero (un agujero teórico)

Aquí es donde entra en escena Peter Higgs, un físico británico que, en 1964, tuvo la intuición adecuada en el momento oportuno. En un golpe de genio que sólo un físico puede tener (o quizá tras una copa de algo especialmente fuerte), Higgs propuso la existencia de un campo invisible que impregna todo el universo: el campo de Higgs. Según su teoría, las partículas elementales interactúan con este campo y adquieren masa. Cuanto más fuerte es la interacción, más pesadas se vuelven las partículas.

Para abreviar, imaginemos el campo de Higgs como una pista de baile: algunas partículas bailan graciosamente como plumas, otras se arrastran como si fueran de la talla 6XL y tuvieran dos pies izquierdos. Su masa depende de lo mucho que se muevan por la pista de baile. Pero, ¿cómo demostrar la existencia de este campo? La respuesta está en una partícula, el bosón de Higgs, una especie de billete para el baile.

A la caza del bosón: los aceleradores de partículas en acción

Para capturar el bosón de Higgs se necesitaba un plan ingenioso: aceleradores de partículas lo bastante potentes como para producir condiciones extremas. En las décadas de 1980 y 1990, los científicos construyeron aceleradores cada vez más grandes y potentes. Pero encontrar el bosón de Higgs resultó ser como buscar una aguja en un pajar gigante.

Estaba claro que se necesitaba algo más potente. Y así, en 2008, el CERN (que es un poco como Disneylandia para los físicos) encendió el Gran Colisionador de Hadrones (LHC), un anillo subterráneo de 27 kilómetros de largo capaz de hacer colisionar partículas elementales a una velocidad cercana a la de la luz. Por si fuera poco, la temperatura del bucle era de 1,9 °K: más fría que el frío del espacio profundo; quizá el lugar más frío del Universo. Si había un lugar donde el bosón de Higgs podía mostrarse por fin, era allí.

LHC: la colaboración internacional hace maravillas

El proyecto LHC es el resultado de una colaboración científica internacional sin precedentes. Piense en un grupo de personas que, en lugar de discutir sobre quién paga las copas, deciden unir sus fuerzas para construir un acelerador de partículas más grande que el mundo haya visto jamás. Para construir el LHC hicieron falta años de trabajo, contribuciones de todos los rincones del planeta y miles de millones de euros. Y, sorprendentemente, nadie discutió sobre quién debía pulsar el botón de arranque.

El 10 de septiembre de 2008 se encendió el LHC y comenzó en serio la búsqueda del bosón de Higgs. Los científicos estaban allí, con los ojos abiertos como niños en la mañana de Navidad, esperando encontrar el ansiado bosón debajo del árbol. Pero, como en toda buena búsqueda del tesoro, hicieron falta años de trabajo, paciencia y una buena dosis de… suerte.

El gran día

El 4 de julio de 2012 es una fecha que los físicos recordarán siempre. Ese día, el CERN anunció que había encontrado una nueva partícula, una muy parecida al bosón de Higgs. Fue como si por fin se hubiera descorchado un corcho gigante de champán: lágrimas, abrazos y probablemente incluso algún brindis estuvieron a la orden del día.

El bosón de Higgs ya no era sólo una teoría; se había demostrado científicamente: era una realidad. La comunidad científica se alegró y Peter Higgs, que hasta entonces era un físico relativamente desconocido, se convirtió en una estrella de la ciencia. Los datos de los experimentos ATLAS y CMS del LHC habían confirmado que la nueva partícula tenía todas las características que se esperaban del bosón de Higgs, completando así el Modelo Estándar y poniendo la guinda a un pastel que llevaba casi 50 años horneándose.

La importancia de los descubrimientos y las empresas tecnológicas derivadas

Pero, ¿por qué tanto alboroto por una partícula? El bosón de Higgs es fundamental porque es la clave que da masa a todas las demás partículas elementales. Sin él, el universo tal como lo conocemos no existiría: no habría átomos, planetas, estrellas y ni siquiera nosotros. En otras palabras, el bosón de Higgs es el pegamento que mantiene unida la materia. No está mal para una partícula que hasta hace unos años no era más que una idea.

Además de resolver un misterio fundamental de la física, el descubrimiento del bosón de Higgs ha traído consigo una serie de derivaciones tecnológicas. Las herramientas desarrolladas para detectar tan escurridizas partículas también se han utilizado en medicina, mejorando las técnicas de imagen y la capacidad de diagnosticar y tratar enfermedades complejas. Y además, toda la tecnología informática desarrollada para manejar las enormes cantidades de datos generados por los experimentos del LHC ha dado un impulso increíble a campos como el aprendizaje automático, la gestión de big data y, sí: incluso el nacimiento de la inteligencia artificial.

El Premio Nobel a Peter Higgs y François Englert

Pasan unos meses -dedicados a nuevas comprobaciones para asegurarse de que todo encaja- y ya en 2013 llega el triunfo para Peter Higgs y François Englert: casi medio siglo después de su predicción teórica, su contribución es reconocida con el Premio Nobel de Física. Fue la coronación de toda una vida de trabajo dedicada a comprender los misterios del universo. François Englert, junto con su colaborador Robert Brout, había propuesto un mecanismo similar al de Higgs ese mismo año, de forma independiente. Pero fue la teoría de Higgs la que se convirtió en la clave, allanando el camino para el experimento que confirmaría la existencia del bosón de Higgs. Con el Premio Nobel, la comunidad científica celebró no sólo un descubrimiento extraordinario, sino también la perseverancia y el ingenio de dos hombres (o mejor dicho: dos grandes equipos de investigación) que desafiaron las fronteras del conocimiento.

Progreso científico y dilemas éticos

Por supuesto, no todo han sido rosas y sol. El descubrimiento del bosón de Higgs también ha traído consigo un debate sobre los costes y riesgos asociados a la investigación científica de frontera. Gastar miles de millones en buscar una partícula invisible -pero que nunca ha hecho daño a nadie- puede parecer un poco extravagante, sobre todo cuando hay problemas mundiales acuciantes como la pobreza y las enfermedades. Además, todo gran descubrimiento científico plantea también cuestiones éticas: ¿estamos preparados para afrontar las consecuencias de nuestros hallazgos? ¿Podrían utilizarse los conocimientos adquiridos de forma perjudicial?

Pero si algo nos ha enseñado la historia es que la investigación básica, incluso la aparentemente alejada de las aplicaciones prácticas, es fundamental para el progreso humano. Sin descubrimientos como los que posibilita el LHC, muchas de las tecnologías que hoy damos por sentadas no existirían. Es una inversión en el futuro, aunque a veces los frutos no se vean hasta mucho más tarde.

Un descubrimiento construido a hombros de gigantes

El descubrimiento del bosón de Higgs es el resultado del trabajo de miles de científicos, ingenieros y técnicos de todo el mundo que llevan décadas colaborando. Cada equipo añadió una pieza al rompecabezas, basándose en lo que otros ya habían hecho. Es como un gran juego de equipo, en el que cada uno desempeñó su papel para llegar a la victoria final.

Y en un mundo en el que los retos globales son cada vez más complejos, esta colaboración científica internacional nos recuerda que trabajar juntos es la única manera de abordar problemas que nadie puede resolver por sí solo. Al fin y al cabo, si algo nos ha enseñado el bosón de Higgs es que para hacer grandes cosas no basta con ser inteligente: también hay que ser un poco (vale, reconozcámoslo: mucho) testarudo y, sobre todo, estar dispuesto a colaborar. Y, quién sabe, quizá algún día podamos resolver incluso los misterios más complejos del universo. Juntos.

Luca Longo
ESCRITO POR Luca Longo

Químico industrial, químico teórico, periodista, comunicador y divulgador científico.

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