
La administración pública tiene un papel central e insustituible en la transformación digital del país. No solo como actor institucional, sino como facilitador estructural de lo que ahora, cada vez con mayor claridad, denominamos sostenibilidad digital.
Cuando lo digital está al servicio de la AP -y cuando la AP es realmente capaz de ser su intérprete y no sólo su usuario- se hace realidad lo que establece el segundo párrafo del artículo 3 de nuestra Constitución: la eliminación de los obstáculos que impiden a los ciudadanos participar plenamente en la vida del país.
Y es precisamente en la arquitectura de los servicios públicos digitales donde esa igualdad toma forma: en la accesibilidad, en la facilidad de uso, en la transparencia de los algoritmos, en la capilaridad de las plataformas. Lo digital, en definitiva, como herramienta concreta para reducir desigualdades, para hacer más cercana la administración, para diseñar nuevos y accesibles derechos.
En este escenario, las empresas internas del sector público no son comprimarios. Son palancas estratégicas, herramientas operativas e inteligentes creadas para permitir a la administración pública hacer frente a la complejidad de la transformación con un nivel de flexibilidad, competencia y compromiso difícil de alcanzar de otro modo.
Tienen la capacidad de atraer talento, de operar con procedimientos más ágiles, de dialogar con el mercado sin perder de vista el mandato público del que derivan. Y por eso mismo, son -en sí mismas- vehículos de sostenibilidad, porque son capaces de alinear la acción tecnológica con el interés general, evitando derivas especulativas o incoherencias de diseño.
Su posicionamiento híbrido las hace únicas: sin ánimo de lucro, pero vinculadas a la calidad y eficacia de la intervención pública. En un contexto en el que la demanda de la AP y la oferta del mercado a menudo luchan por entenderse, las empresas internas actúan como mediadores inteligentes: leen las necesidades de los organismos públicos, traducen sus exigencias en requisitos técnicos y estructuran la demanda pública para que sea reconocible y sostenible para los vendedores.
Y lo hacen sobre la base de un acervo de conocimientos preexistente, sedimentado a lo largo del tiempo: el relativo a las infraestructuras, los sistemas, las arquitecturas de software y los procesos administrativos de las entidades a las que pertenecen. Un capital humano y de información que no se improvisa, ni se reproduce fácilmente.
En este sentido, las organizaciones internas desempeñan una función subsidiaria y complementaria de la AP matriz. Forman parte de la misma familia institucional, pero también miran hacia el exterior. Conocen los códigos del mercado, pero no están sometidas a su lógica. Entienden los plazos de la AP, pero conocen el valor de una innovación que llega en el momento oportuno.
Por eso hoy son decisivos: porque pueden ayudar a la Administración Pública a centrarse por fin en el ciudadano, no por eslogan, sino por infraestructura.
No se limitan a «digitalizarse», sino que ayudan a diseñar una visión de la Administración Pública que responda a las necesidades de hoy y a los retos de mañana.
Pero si éste es el marco de referencia, merece la pena intentar observarlo en su devenir histórico, en su aliento sistémico y en su tensión transformadora. Porque lo que ahora llamamos «interno» es el resultado de un sofisticado híbrido, crecido casi por adaptación evolutiva a las contradicciones del ecosistema público.
Las empresas internas surgieron porque la administración pública, por sí sola, ya no daba abasto. No podía traducir los requisitos normativos en proyectos operativos, ni seguir el ritmo del avance de la tecnología. Pero al mismo tiempo, la externalización radical generó distorsiones: pérdida de control, escasa rendición de cuentas, planificación incoherente con el interés público.
Las empresas internas son el equilibrio inestable entre estos dos extremos: una herramienta pública que habla el lenguaje (y a veces el ritmo) del sector privado, pero sin su lógica lucrativa. Una AP que no renuncia a su propia dirección, pero que acepta evolucionar en la forma para no sucumbir en el fondo.
Por eso, en la transformación digital de las administraciones públicas -entendida como el paso de una administración reactiva y basada en el papel a una AP proactiva, interoperable y orientada al ciudadano-, las empresas internas son agentes de frontera.
No sólo implementan, sino que interpretan. No sólo entregan, sino que traducen la visión política en arquitectura técnica, los derechos en procesos.
Son «zonas de contacto» entre sistemas. Conocen las normas, pero también los límites estructurales. Conocen el ciclo de programación de la financiación, pero también la tensa realidad de un municipio con dos funcionarios. Tienen la flexibilidad para atraer competencias que a la AP le cuesta contratar, pero también la obligación -moral, antes que reglamentaria- de hacerlo por la AP, no en lugar de la AP.
Sin embargo, precisamente en un momento en que deberían reforzarse, los centros internos siguen sufriendo un estigma tácito. A veces se les considera «repliegues», «amortiguadores», «aparcamientos». Pero lo cierto es que cuando las empresas internas funcionan de verdad -y hay muchas- demuestran que pueden ser el corazón operativo de la ciudadanía digital.
Pensemos en la capacidad de gestionar infraestructuras estratégicas como centros de datos regionales, o en la construcción y mantenimiento de plataformas interoperables de servicios al ciudadano. Pensemos en el creciente papel en ciberseguridad, donde la AP necesita una vigilancia constante, pero también adaptabilidad, actualización y supervisión 24 horas al día, 7 días a la semana.
Sin embargo, existe un riesgo: que se cargue a las empresas internas de expectativas sin ponerlas en situación de actuar. O peor aún, que se les pida que «hagan como el sector privado» sin reconocer sus limitaciones públicas ni potenciar su misión.
Su existencia sólo tiene sentido si se inscribe en un marco de gobernanza claro, en el que la misión de interés público no sea una declaración de principios, sino un cuadro concreto de objetivos, indicadores y herramientas de seguimiento. Una gobernanza que recompense el valor generado, no sólo los informes burocráticos.
En este sentido, hablar hoy de sostenibilidad digital significa también hablar del papel estructural de lo interno como garante de continuidad y equidad.
Porque lo digital sostenible no es sólo «TI verde», ni tampoco el balance energético de una infraestructura. Es la capacidad de producir -de forma duradera- servicios digitales que no aumenten la brecha entre los que tienen y los que no tienen: ancho de banda, herramientas, habilidades, capacidad de acceso.
Internamente también significa esto: garantizar que las infraestructuras tecnológicas nunca sean neutrales, sino que se diseñen y mantengan con un claro sesgo inclusivo. Que cada euro gastado en tecnología sirva para reducir barreras, no para construir otras nuevas.
Una empresa interna puede hacerlo porque conoce las entidades de las que es expresión. Porque, a diferencia de un proveedor, no «vende» servicios digitales, sino que los adapta, los acompaña, los actualiza, los integra. En un mundo en el que las lógicas de contratación corren el riesgo de transformar la AP en un mero «comprador» -a veces incluso inconsciente-, las empresas internas pueden ser en cambio guardianas del sentido, garantes de la coherencia entre medios y fines.
Sin embargo, es necesario un cambio cultural, además de legislativo. La transición digital de la AP nunca será plenamente efectiva si no es también una transición institucional. Si la AP no piensa en sí misma como un ecosistema, como una red, como un sistema operativo distribuido.
En este sentido, lo interno puede ser el tejido conectivo de una nueva idea de administración: ya no organizada por silos y ventanillas, sino por servicios y relaciones. Ya no se basa en documentos que hay que producir, sino en derechos que hay que activar.
Todo esto tiene un corolario importante. Las organizaciones internas no son, ni pueden ser, meras ejecutoras. Son -o deben ser- coautoras de la transformación. Participan en el diseño, la gobernanza y la evaluación de impacto. Si permanecen al margen del debate estratégico, si se las trata como meras ejecutoras de pliegos de condiciones, se traiciona su potencial y el sistema público pierde una oportunidad.
Está en juego mucho más que la eficiencia. Está la idea misma de una ciudadanía digital plena y universal. Está la posibilidad de diseñar servicios públicos que no se limiten a «replicar en línea» ventanillas físicas, sino que reinventen la relación entre Estado y ciudadano. Y para ello necesitamos sujetos que hablen los dos lenguajes: el de la tecnología y el del derecho. El de la máquina y el del mandato.
En un momento en que el futuro se mide también por la capacidad de «dar forma a la complejidad», las organizaciones internas son potencialmente los cartógrafos de la transformación pública. No les basta con trazar caminos seguros. También deben ayudar a la AP a leer el paisaje. Y, cuando sea necesario, a cambiarlo.